Gavi Figueroa

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Esclavo del deseo Capítulo #2

Capítulo 2: Dulce vida matrimonial

Yuma arrastra los pies hasta casa. Divisa una tenue luz que se cuela entre la cortina de carrizos. Detrás, una sombra inquieta se pasea de un lado a otro. Algo duele en el centro de su pecho al saber que Zamil lo sigue esperando.

Entra en silencio, aunque sabe que no tiene sentido, él ya lo ha oído llegar. Se viste con la bata de seda que dejó en la cama antes de marcharse.

El olor de la comida alborota su estómago y lo arrastra a la cocina, donde la mesa brilla adornada con una hilera de pequeñas velas. El jaguar ha cocinado dos platillos de los que Yuma aún no se aprende el nombre. 

—Siento que no haya nada que celebrar —dice con una sonrisa tensa.

Zamil abre la boca, la cierra y asiente mientras va apagando las velas una a una. Se detiene en la última, se muerde los labios. Yuma espera que todo termine.

—Siempre hay algo que celebrar, siéntate —dice y jala la silla, Yuma se sienta y recibe un beso en la mejilla. Su esposo vuelve a encender las velas.

—Gracias.

El cambiante solar frota su mejilla con la suya, tiene una piel suave que siempre consigue mejorar el humor de Yuma. Es algo cariñoso y territorial.

En el intercálido de sus veintiún años, la época de mayor calor del territorio, Yuma lo olió por primera vez.

 

En aquel entonces, un aroma extranjero en los bordes del territorio era señal suficiente para que un restrictor se acercara a vigilar. Cada clan a lo largo de la región que su especie ganó a los humanos en una guerra que duró décadas, protegía sus límites con los conocimientos ancestrales y mágicos de sus dioses y sus recursos naturales. 

El puente era una de las tres formas de entrar en el área, sin embargo, cruzarlo no garantizaba llegar al corazón de la manada. Los bosques de los Moonlight estaban protegidos por una neblina ancestral, sin un guía ni el permiso de otro miembro de la manada, el intruso jamás encontraría el camino. Si tenía suerte volvería al pie del puente.

Aun así, durante el mandato de Abrat, más de un paria que abandonó la manada los traicionaba y mostraba el camino a intrusos y traidores que buscaban hacerse con el control. Por eso los restrictores seguían custodiando las fronteras.

Aquella tarde el aroma a salitre picó, el animal estaba con los sentidos aguzados cuando Yuma lo divisó. Su pelaje era de un negro con reflejos dorados, que destacaba en el bosque de coníferas y despertó la curiosidad del lobo. Aunque era formalmente un adulto, Yuma nunca salió de los límites de la región ni tampoco había convivido con clanes del Sol.

El jaguar se quedó sentado al inicio del puente, se lamía una pata prestando atención a cada movimiento del cuerpo de Yuma, que avanzaba tabla a tabla hasta el otro lado. El puente se cimbraba con su paso, los vientos de la estación lo movían con un ritmo pausado, de un lado al otro. Yuma ya conocía el compás; su cuerpo le seguía tan bien que, a la distancia, daba la impresión de caminar en línea recta, como si el puente no se moviera. Cuando llegó a la otra orilla, el jaguar cambió a su forma humana y levantó las manos por encima de su cabeza de cabellos negros.

—No estaba intentado colarme en territorio prohibido —exclamó en el idioma de los humanos, que los cambiantes habían elegido como lenguaje neutro para comunicarse—. Mi hermano y yo estamos de visita en el clan rojo. Me aburrí y me gusta explorar, eso no es un crimen.

Yuma gruñó, el chico se puso en cuclillas y extendió la mano con el dorso hacia arriba.

—Me llamo Zamil-há. —Se señaló el pecho desnudo, donde llevaba tatuada la marca de la manada Balam; era uno de los clanes con el que los lobos mantenían un tenso acuerdo de paz—. Este puente es una belleza.

Yuma olfateó el dorso de su mano, la intuición le dijo que el hombre no era peligroso y un Hijo de la Luna debe aprender a escuchar esa voz que no obedece a la razón, sino a algo superior. Cambió a su forma humana, se palmó el cuero atado a la cintura y cernió los dedos en el silbato de alerta: si veía algo sospechoso lo haría sonar sin titubeos.

Se puso en pie  y, por un momento, se examinaron mutuamente. Zamil-há y él medían lo mismo, el cuerpo de Yuma era más estrecho en las caderas, el jaguar tenía la piel bronceada, un moreno suave, mientras que Yuma era más pálido por su ascendencia albina.

—Vaya, así que el puente no es lo único bello del paisaje —dijo Zamil con sus ojos verdes brillando mientras recorrían el abdomen desnudo del lobo.

Yuma sonrió de lado. Zamil-há también.

Un año después se casaron.

 

—Sabes que no tienes que buscarte un lugar en ese equipo, ¿no? Eres mi pareja, los jaguares te aceptarán si yo lo digo, Yuma —insiste Zamil.

«El poder solo sirve para hacernos temer, un líder requiere ganarse el respeto.» decía su padre. Yuma ya no sabe si debería seguir guiando su vida con aquellas palabras cuando, al final, su padre resultó ser un mentiroso de primera categoría.

—Me sentiré más cómodo trabajando en algo útil.

Él asiente, se inclina para besar sus nudillos.

—¿Esto de los Guardianes de frontera te emociona más que tu ceremonia de marca?

Yuma niega, se inclina sobre la mesa para besar la fría nariz de su marido.

—Amarte no ha requerido ningún esfuerzo ni sacrificio de mi parte. No tengo que hacer pruebas ni méritos ¿Entiendes la diferencia?

Zamil ladea el rostro y une sus labios. El estómago de Yuma se hunde; mentiras, secretos, todos tienen algunos ¿No es así? Se separa con suavidad, Zamil se levanta y va hacia la alacena, saca un pequeño vial y lo deja sobre la mesa.

—¿Son estrictamente necesarias? —pregunta sirviendo agua en el vaso de Yuma—. Tu olor es encantador incluso con estas cosas, pero deseo saber realmente a qué huele mi omega. Estoy seguro que podré con tu celo ¿No confías en la resistencia sexual de tu esposo? 

Yuma se encoge de hombros, toma la pastilla en un arrebato y se la pasa, el agua le escurre por las comisuras. Deja el vaso con un golpe.

—Ya te dije, no son supresores normales. No tiene nada que ver contigo —escucha un jadeo de Zamil, Yuma no se atreve a mirarlo, ya han hablado de esto antes y odia que insista—. Con nosotros, no tiene nada que ver con nosotros. Esto son solo temas de salud.

Zamil hace un ruido de resignación, recoge el vaso y se marcha al fregadero. Yuma se pasa la mano por la cara, Zamil no tiene la culpa de su aversión al tema. Pero explicarle que es un omega defectuoso jamás ha estado en sus planes, no sabe la reacción que podría tener. No se va a arriesgar a perder su nuevo hogar por algo como eso.  

Minutos más tarde entran a la habitación matrimonial, Yuma no soporta el dolor de sus músculos, la adrenalina de la prueba ya abandonó su cuerpo y su cerebro amenaza con deshacerse antes de tocar la almohada.

Se acomoda al lado de su esposo, le da la espalda. Los dedos de Zamil rozan su nuca, bajan el cuello de la bata, el índice se pasea por el tatuaje de su clan: dos medias lunas, una debajo de la otra, detrás las placas que sostienen el mundo y los cielos. Más abajo está la constelación que indica la posición de su territorio, la forma de volver al hogar. Esa es la variación más destacable entre los clanes de Luna: las constelaciones.

—¿A qué edad te lo hiciste? —pregunta besando donde termina su cabello y empieza la cola de la flecha. Como hijo de la familia líder, Yuma muestra un elemento diferenciador: una flecha que lo recorre desde su nuca hasta el final de la columna.

—A los catorce, cuando hacemos el rito de adultez —responde somnoliento. Las garras de Zamil remarcan las tres medias lunas, similares a las garras, que sobresalen a los costados, el símbolo de su unión a los restrictores.

El tatuaje que lleva a la espalda es único, Yuma en algún tiempo estuvo orgulloso de él, ahora no es capaz de mirarlo en el espejo sin pensar en aquella marca de paria, en esa piel descarnada, arrancada del hogar. Y además tiene un secreto que fácilmente lo haría ser repudiado.

—¿Te da miedo?

—¿El qué?

—Tomarás el nombre de otra manada. La marca de los jaguares irá en tu pecho, en el lugar de tu corazón —dice Zamil en un ronroneo tranquilizador. Yuma quiere sentirse bien. Su cuerpo se retrae por inercia y se obliga a relajarse. Ahora que está casado, este es un paso importante para construir su nuevo hogar. El jaguar le pasa los dedos por los aretes en la oreja—. No hay muchos lobos que la lleven. Entonces pertenecerás a los Balam, a mí. 

—Lo sé, Zamil. 

Yuma entierra la cara en la almohada, el sueño lo arrulla. 

—¿Crees que tu padre vendrá? Xel-há le enviará una invitación formal. —Todos sus músculos, cansados y desgarrados entran en tensión—. El Consejo no nos ha perdonado que la boda fuera solo para la familia cercana. No quiero saber cómo se pondrán si no los invitamos a la ceremonia de marca. 

Yuma busca su voz, pero apenas consigue gemir algo ininteligible que en su cabeza suena como «Estúpido Consejo». Zamil rellena los silencios, siempre. 

—No has hablado con él ni una vez desde que llegaste aquí. Sé que como padre debe estar enojado por la forma en que lo hicimos, pero como líder…

Yuma se remueve, Zamil aparta la mano.

Entonces el aroma de alguien fuera de casa lo alerta, Zamil se levanta primero, Yuma lo sigue a la puerta. Un joven está de pie con las manos apoyadas en las rodillas.   

—Hubo un problema con el… —jadea—, con el… 

—¿Mi hermano? —corta Zamil.

El chico levanta la cabeza, su mirada se encuentra con la de Yuma y el joven jaguar aparta rápido la suya. 

—No. Se trata del líder de los Moonlight, señor.

Zamil respinga, sus hombros se cuadran y, sin girarse por completo, dirige sus ojos entornados a Yuma.

—Si algo grave le ha pasado a tu padre, mandaré a informarte. Confía en mí, todo estará bien.

Luego la casa se queda en silencio y a oscuras. La luna no alcanza el ventanal, Yuma lo sabe porque se queda de pie en la puerta, incapaz de ver más que negrura.

….

La noche se llena de fantasmas.

Los primeros minutos su mente es un tablero en blanco, se queda apoyado en los carrizales de la puerta con un zumbido agudo que chilla de un lado a otro de sus oídos.

Quiere ir detrás de Zamil y averiguar qué ha pasado porque el miedo es un veneno que se extienden con facilidad sin un antídoto. Sin embargo, encaja las garras en el marco de la puerta: no va a salir de esa habitación.

No tiene sentido.

Conoce las pautas según las que los jaguares se manejan y, sin la autorización necesaria, Yuma no obtendrá la información que quiere. Se suelta de la puerta, vaga de un lado a otro del cuarto en penumbra. Las respuestas están a su alcance si se atreve a tomarlas.

Los lobos mantienen un vínculo cálido con sus progenitores, una sensación de pertenencia constante. Si su padre estuviera en problemas, si lo hubieran herido o algo peor, él lo sabría. Lo sentiría de la misma forma en que supo que su madre había muerto.

 

Sucedió durante los meses más fríos del año, cuando él todavía era un cachorro de apenas cuatro años. Por eso los recuerdos fragmentados siguen sin armar la escena completa, a pesar de las aportaciones de su padre.

Nicté, su madre, lo llevó a visitar la manada de la que era originaria. Su hogar estaba en el norte nevado. Su padre le dijo que el accidente había ocurrido de regreso. Él no recordaba haber conocido las tierras de su progenitora, pero aún ahora, con veinticinco años cumplidos, permanece la violencia del vínculo roto.

Cortado, de cuajo, en el medio de la nieve.

Era media tarde, la luz se desvanecía en el horizonte sobre la particular nieve del norte que no llegaba a ser blanca sino del color de una nube con los rayos de la mañana, rosa suave cual baya sin madurar. Iba de la mano de Nicté, Yuma recuerda que otras personas los acompañaban en esa caminata: eran nueve entre adultos y niños. Nunca supo ha donde se dirigían, fueron emboscados por cambiantes sin aparente manada. No portaban símbolos visibles como tatuajes o accesorios distintivos.

Estruendos, golpes y gritos.

Su madre echó a correr con él en su hocico, lo empujó a un agujero debajo de la corteza de un árbol. Protegió la entrada pero en algún momento se alejó. Luego de un tiempo que a Yuma le pareció infinito, agazapado temblando de frío y miedo, escuchó el grito de Nicté, un gruñido lastimero, luego vino el silencio.

Y la muerte.

Yuma no lo supo en ese instante, solo lo experimentó: Una tirón desde su pecho como si un pedazo de piel le fuera arrancado de un solo movimiento, el dolor lo dobló. Se hizo un ovillo, aturdido perdió el conocimiento.

Si toca debajo de su esternón aún puede sentir el vacío que le dejó la muerte de su madre.

Es una pérdida que siempre está presente. Yuma no recuerda de lo que ocurrió con el resto de cambiantes. Lo único que viene a su mente es cuando Abrat, su abuelo, lo encontró.

Nunca sintió a su abuelo por el vínculo familiar, a su madre la perdió muy pronto y solo quedó el de su padre, tan fuerte como el tronco del árbol más antiguo de la manada.

Está atado a él, pero se resiste a tocarlo, a hacerlo vibrar. No ha perdonado a su padre y teme que una muestra de debilidad como esa, le haga creer que lo que le hizo ya está perdonado. Yuma no lo podría olvidar ni aunque quisiera.

Sin embargo, aunque su mente racional y el resentimiento tiran hacia el lado contrario, cuando los pensamientos se vuelven más abrumadores, más violentos y fatalistas, Yuma no puede más.

Se sienta en la orilla de la cama, agitado, como si estuviera de vuelta en la cascada. Duda. Pone la mano sobre su corazón, se aferra a sus latidos, a ese eco profundo que vibra en sus oídos. Busca el enlace, el vínculo que antes fue el pilar de su vida ahora es un hilo débil, apagado. Lo toca como se tocan las cuerdas de un arpa y el corazón le late tan deprisa que todo su cuerpo quiere salirse de su piel. Su vínculo resuena en la distancia, es una conexión que pensó perdida y el alivio relaja su cuerpo: hay alguien al otro lado.

El vínculo cascabelea en respuesta: es suave, tímido, nada parecido a su padre, pero lo embriaga hasta las lágrimas, su garganta lo amenaza con pronunciar su nombre. Yuma corta la conexión de tajo con la respiración errática, se aferra a las sábanas, da respiraciones profundas y traga las lágrimas que aguan sus ojos.

Tantos años intentando mostrar indiferencia, cortar aquella insana relación para que un momento de debilidad lo traicione.

Se hace un ovillo, incapaz de dejar de escuchar el tamborazo de su corazón, así que tararea una nana: «Cuando la estrella besa a la luna, siempre llega el alba». Sigue así, incluso cuando olvida la letra, hasta quedarse dormido.


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