Prisioneros “Ares & Venus” capítulo 1 y 2

SINOPSIS

John es un hombre sin sueños.

Puede ser más preciso y confesar que nunca se ha permitido soñar.

Nació en el seno de un matrimonio destrozado y creció al lado de una madre amorosa que no pudo darle más.

Llevar dinero a casa es su única prioridad y forma de vivir el día a día.

Mucho ha soportado en su juventud como para creer que su nuevo trabajo en la prisión federal Marión cambiará algo en él.

Daniel es una estrella.

Lo tiene prácticamente todo. El trabajo que cualquier hombre americano desea, dinero para nadar en él y la fama que solo se ve en estrellas del cine. Lástima que nada de eso perdura y es arrojado a la más absoluta desesperación.

La Corte lo declara culpable y lo envía a una prisión de máxima seguridad.

 

[...] V. Prisionero de ti [...]

En la penumbra del pasillo principal, John se está quedando dormido. Con cada segundo que pasa mirando hacia el fondo del bloque de celdas, sus párpados se pesan como bloques de concreto. Hasta que se desvanece sobre su mano apoyada en el escritorio.

—¡Venus!

Su nombre suena constreñido, la extraña forma de gritar con las notas de un susurro exasperado. Se endereza, aún aturdido. Mira su reloj para darse cuenta de que llega diez minutos tarde para el pase de lista de la media noche. Se pone en pie y estira los brazos hacia el techo, el simulacro de incendio del día anterior lo ha dejado fatigado. Toma su bastón, un PR-24, y avanza a pasos lentos por delante de las celdas. Le encanta el sonido que hace su porra contra los barrotes y pelar la cáscara de pintura envejecida.

Más de un interno gruñe, pero nadie se atreve a decir algo. Eso lo mantiene con la sonrisa en el rostro hasta que sus pasos se detienen ante la celda desde la que, está seguro, provino su nombre. Le da la espalda y se recarga en los barrotes, escucha los pasos del preso y lo siente acercarse hasta que el único espacio que los divide es el grosor de la celda.

—Te está haciendo trabajar de más —dice con la voz ronca.

Él asiente, el reo le pasa los dedos por el cabello negro. La caricia lo hace ronronear y acunarse en su mano.

—Estaré bien.

Los gruesos dedos del prisionero hacen surcos entre su cabello, lo que daría por dormirse entre sus brazos. Sueños imposibles.

—No es así, me preocupas. Vi lo que sucedió esta mañana. —El tono que usa es una mezcla de preocupación con regaño—. Déjalo, por favor.

—No vamos a tener esta conversación otra vez.

Se separa de los barrotes, decidido a marcharse, pero la mano que acariciaba con ternura su cabeza ahora cruza el espacio y lo toma de la muñeca; el silencio se vuelve pesado y él no mueve ni un músculo.

—Las tendremos las veces que sean necesarias, nunca quisiste involucrarte con la droga…

—No voy a dejarlo, ya es tarde para eso.

—Sabes que no lo es, Venus.

La mandíbula se le tensa, un sudor frío baja por su espalda en cuanto la idea de salirse del negocio le cruza la mente, las consecuencias atenazan su corazón, lo invaden de miedo. No es una opción, lo único que le queda es huir. Marcharse sin mirar atrás.

—¿Qué tengo que hacer? ¿Suplicarte de rodillas? Solo dime que sí, te transferiré todo lo que tengo  y… —suplica de nuevo su amante, ejerce más fuerza en el agarre de su muñeca.

John se gira y suelta del preso, los ojos azules del hombre lo observan con un temblor de incertidumbre que lo hacen sentir miserable. Sabían desde el inicio que no había futuro dentro de esas paredes, es estúpido que ahora quieran más.

—Deja de pedirme que salga de aquí como si solo me importara yo mismo

Alza la voz, luego se reprime. Está harto de ser parte de los chismes diarios del penal, pero lleva tanto guardado que el pecho le duele, desea poder gritar, hablar con él como cualquier par de amantes que discuten en la cocina de su casa.

—A diferencia mía, eres libre. Vete. Cada día que pasa te pones en mayor peligro.

La mirada del reo es intensa, la puede ver aún en la oscuridad de su celda que apenas es iluminada por las lámparas colgantes que parpadean amenazando con fundirse. John suspira resignado y hecha su cabello negro hacia atrás.

—Tengo a un asesino que puede cuidar de mí, ¿no crees? —dice acariciando la mandíbula recién afeitada, delineando con sus dedos hasta llegar a los labios delgados del rubio.

No lo besa, se aparta antes de que sus labios se encuentren. Sabe que eso ha sido cruel. Los zafiros desaparecen en la negrura de la noche y John se aleja, esta vez sin jugar con su arma.

La noche aún es larga.

Mira dentro de la celda contigua, en el camastro de colchón hundido, ve los cabellos de Will que están revueltos sobre la vieja almohada deshilachada. Ver a ese inocente pirómano de veintiún años le escupe en la cara que estar en Marion no debería hacerlo feliz. Nunca.

Sigue revisando celda por celda del pasillo C, a lo lejos, gemidos se filtran desde las celdas del área N. Frunce el ceño, es el turno de Stan, desprecia esa costumbre suya de aceptar sobornos de los reos que quieren desfogarse.

Debería reportarlo, pero no es tan hipócrita. Él mismo ha incumplido las reglas del penal tantas veces que ha perdido la cuenta. Mitiga la culpa cuando se dice a sí mismo que todo lo ha hecho por amor. A veces el pensamiento lo asquea, otras es lo único que lo mantiene en pie. No debió enamorarse de un convicto. ¿Pero quién le habla al amor de deber o razón?

Daniel O’Brian, alias Ares, jugó con la playera número siete en un reconocido equipo de la NFL, hasta que, luego de un partido, asesinó a uno de sus compañeros en las duchas.

El día que comenzó a trabajar en la penitenciaría Marion, Ares fue trasladado a ella.

Hace dos años de eso.

 




 Capítulo 2

 [...] I. Háblame de causalidades [...]

El inicio de su vida en Marion comenzó al cruzar el umbral de la pesada puerta de lámina sarrosa, recuerda haber mirado al cielo nublado y pensar: «Al menos mañana yo podré ver un cielo distinto». Inhaló y retuvo el aire. Durante las primeras horas fue acostumbrándose a un trabajo que aún le quedaba grande porque pasar de guardia del único Walmart de Illinois a carcelero, había una distancia insalvable pese al curso de preparación que le dieron meses atrás.

No sintió el peso de su nuevo mundo hasta que llegó el momento de su presentación, el reloj del comedor central marcaba diez minutos antes del mediodía. John percibió un cosquilleo en las palmas de las manos y el corazón oprimido contra su pecho, fue la primera vez que se reunió con todo el esplendor de Marion.

El comedor contenía a casi cien hombres de la peor calaña, todos con sus ojos fijos en los cinco hombres que componían la fila de nuevos guardias, John el tercero. Con esfuerzo se mantuvo estoico con ambas manos detrás de la espalda, la derecha sujetando la muñeca de la izquierda; las puntas de sus pies apuntaban en la misma dirección que sus ojos: las escaleras que daban a las oficinas centrales.

Su jefe bajó de uno en uno, haciendo una pausa con cada paso, llevaba un pulcro traje negro que hacía juego con los lentes oscuros, los cuales se quitó en un ademán dramático.

—Mis muy estimados convictos, esta tarde les presento a cinco nuevos funcionarios que tienen como misión hacer sus vidas imposibles y miserables, ya saben, a lo que están acostumbrados.

Robert Taylor, su nuevo jefe y al que no había visto ni una vez desde que se postuló para el trabajo, era un hombre histriónico al que la madre de John hubiera felicitado de haber estado en un escenario. Sus movimientos eran de amplio rango, la cadencia de su voz más parecía la de un showman bajo la luz del mayor reflector. Es por eso que John no prestó tanta atención a lo que salía de su boca, hasta que el hombre lo apuntó con el dedo y pronunció sus dos nombres: «John Venus». De inmediato sus compañeros de fila soltaron risitas que intentaron disimular, alguien murmuró la frase: es nombre de niña a la que ya estaba acostumbrando desde la infancia. No se inmutó, la gente tenía esa detestable costumbre de soltar comentarios burlescos velados por voces bajas y risas como murmullos. Hasta que lo escuchó a él, su sonora y limpia carcajada cortó el aire como un trueno.

Fue la primera vez que sus ojos se encontraron, azules más intensos que el mar. Su cabello rubio largo caía en sus hombros, su barba tostada enmarcaba su ancha mandíbula.

—¡Disculpa! Es que me ha parecido una increíble coincidencia —dijo levantando una mano excusando su comportamiento.

Su jefe chistó y John volvió su atención hacia él, Robert se había cruzado de brazos y puesto los ojos en blanco.

—Parece que el señor O’Brien odia no ser el centro de atención por un maldito minuto, así que vamos a complacerlo. —Robert Taylor se acercó al convicto que estaba de pie en la segunda fila. A pesar de la gran diferencia de alturas y que la figura del reo se imponía a la del director, la sonrisa del rubio transmutó en una mueca seria cuando se encontraron frente a frente—. Esta mañana ha llegado para deleitarnos con su presencia el jugador de fútbol americano que terminó con su carrera cuando asesinó, a golpes, como la bestia que es, a su compañero de juego, el delantero Jim. ¿Lo ubican? ¿No? No me sorprende, ustedes, bestias, no saben ni quien es el presidente, bien, se trata del hijo del senador Urban. Y en vez de agachar la cabeza por ser una escoria capaz de destrozar la vida de otros, viene a mi penitenciaría a reírse del nombre de su nuevo guardia.

El director volvió a ponerse sus gafas y sonrió de tal forma que a John se le heló la sangre.

—¿Algo que decir en tu defensa, Venus?

Todos los ojos pasaron de O’Brien a él. John se mantuvo serio, era el momento perfecto para usar lo aprendido en esas clases de actuación a las que su madre le envió con algunos ahorros. Aunque, pensándolo bien, la fijación de su madre por la dramaturgia lo había puesto en esa incómoda situación. 

No quería mirar a su jefe, así que buscó otro punto de apoyo y se enfocó en los ojos atormentados del convicto. Daniel no rehuyó del contacto. Y aquel intercambio de miradas se convirtió en un instante íntimo, que lo hizo imaginar, por un breve segundo que más tarde atribuiría a los nervios, que dentro de esos ojos azules había un universo entero y desconocido dispuesto a ahogarlo.

Negó con la cabeza.

El director bufó.

—John, a partir de hoy, tu sección será donde está nuestro poderoso señor de la guerra, Ares. Seguro, se llevarán bien. —Asintió, salió del trance y miró a su jefe, aunque no le gustó nada la decisión tomada—. ¡Responde, hombre! ¿Te ha comido la lengua el gato?

—¡Sí, director Taylor! —contestó con la garganta irritada.

Robert Taylor se dio la vuelta, parecía que iba a marcharse, pero entonces sonrió y con el revés de su mano golpeó el rostro del prisionero. El silencio se instaló en el lugar. John esperó una reacción violenta, un intento de ataque, no hubo nada. Daniel torció una sonrisa, tan complaciente que hizo mella en los recovecos secretos de John.

—¡Vamos, Dios de la guerra! Sonríe. El senador Urban me pidió que te diera un trato especial. ¡Bienvenido a la Nueva Alcatraz! Mi prisión. Tu infierno.

La ceremonia de bienvenida a los guardias finalizó con un ambiente frío en el que los internos se miraban entre ellos acostumbrados a los histrionismos del director. A diferencia de los nuevos reos y guardias quienes recién empezaban a comprender el lugar al que habían llegado.

Fingiendo una seguridad que no sentía, John guio con torpeza a su primera cuadrilla de reos asignados.

La prisión de Marion se dividía en unidades de pasillo. Él fue enviado al área este, revisó sus números en un apunte escueto que se hizo con una pluma en la muñeca: 1065, 1198, 1028, 1087, 1112, 1036 y ahora, por orden del director, tenía que llevar al preso con el estúpido apodo de Ares también. Miró su espalda, que caminaba por delante de él; era ancha y gruesa. El tipo era noventa por ciento músculos y un escaso diez por ciento de cerebro. Revisó la manga donde tenía el número de preso y se apuntó mentalmente el número 1049 a la lista.

El rubio fue el último al que encerró en su celda, en el corredor C, el segundo piso de la penitenciaría, recién inaugurado y con todas las celdas habitadas por solo un interno. Lo empujó dentro y, después de cerrar la reja, le indicó en un movimiento que se pusiera de espaldas para quitarle las esposas desde fuera.

—No me reí de tu nombre, si es lo que piensas. —John alzó una ceja, se encontró desorientado porque el cuarenta y nueve pensara que aquello le importaba. Las burlas acerca de su nombre habían estado presentes toda su vida, estaba más que sedado a ellas. Jaló de sus muñecas para alcanzar el orificio de las esposas—. Soy Daniel, pero me gusta más que me digan Ares. Mi padre decía que era un apodo que me haría más fuerte, que así nada me derribaría.

—Claro que es fácil que te guste tu apodo cuando eras el dios favorito de los romanos. Prueba a tener el nombre de quien inició una guerra innecesaria.  

—Ya veo, te gusta tu nombre.

John chasqueó la lengua, tiró de las esposas con más fuerza y lastimó sus muñecas. Detestaba los derechos tomados por terceros para hablar con él. No había llegado ahí para hacer amigos o ponerse a socializar. La mayoría de sus conversaciones se dilapidaban entre monosílabos. Las personas tenían pocos temas de conversación y, si los tenían, eran temas basuras sacados de algún programa de bajo presupuesto en televisión abierta. Si no tenía amigos fuera de ahí, menos los haría dentro. Siempre había estado bien solo, siempre.

—Eres un tipo interesante, definitivamente, uno no esperaría encontrarse a alguien así en una prisión federal.

—¡Oh!, disculpa si no entro en tus cánones de guardia, procuraré preguntarte antes de elegir mi próximo trabajo.

Ares rio, fuerte y claro. John por fin guardó las esposas en su bolsillo y tuvo que repasar la risa del cuarenta y nueve en la mente. La mayoría, para ese momento, ya lo habrían catalogado como un tipo insoportable, como harían todos sus compañeros apenas en un par de horas más, y a O’Brien le resultaba divertido.

—Eres un idiota, ¿verdad?

—Me lo dicen a menudo.

Ares se dio la vuelta, se sobó las muñecas y Venus vio la marca roja que le dejó en la piel.

—No me sorprende, Daniel.

—Debería, chico listo. Se nota que es tu primer día, párate recto y habla sin titubeos, funcionará mejor que esa forma tibia de manejarnos. Si algo decía mi entrenador era que…

—No sé si lo has notado, pero no me interesa.

John se dio la vuelta y destensó los hombros antes de continuar su camino. ¿Aquello había sido un consejo o una burla?

Después de ese encuentro, el bastardo de Ares había comenzado a llamarlo por su segundo nombre. Eso crispaba sus nervios, sentía la sangre hervir por las confianzas tomadas y, principalmente, porque aquel trato amistoso creaba una atmósfera delicada a su alrededor. Lo que menos quería era convertirse en el chico lindo de la prisión. El chico lindo con el que presos y guardias podían jugar. ¿Por qué su madre pensó que era buena idea usar un nombre de mujer?

Aunque tenía una altura más alta que el promedio, eso no evitó sentirse intimidado entre asesinos, narcotraficantes, violadores y, en general, escoria social. Recordaba su primer contacto físico. Ocurrió dos meses después de su abrupta primera impresión, esa mañana comprendió que su vida en la prisión no iba a ser tan fácil como pensó.

Empezó en la oficina de Taylor.

—Sé que lo necesitas, no te hagas el duro conmigo.

El director lo miró con el ceño fruncido, el hombre tenía unos ojos cafés amargos, el cabello ligeramente largo de las puntas y de un color tan oscuro que endurecían sus facciones y lo hacían lucir un tipo cínico y cruel. 

—No me apetece convertirme en un criminal, director. Estoy seguro de que conseguirá a otro que quiera vender su droga.

John se removió incómodo en el medio de la oficina, Robert Taylor no tenía ni si quiera la consideración de un asiento para sus visitas. Y aunque el espacio era amplio, desde la oferta del director, la oficina le pareció cuatro veces más pequeña, se sofocaba. 

—Puedes venderla y estar conmigo, o estar contra mí. Tú decides, John.

Tragó en seco sin atreverse a contestar. Salió de la oficina de Taylor con la cabeza hecha puré, no lograba hilar sus ideas de manera coherente. Perdería su empleo si se negaba, pero, si aceptaba, se metería en un mundo del que no podría salir. Caminó hasta su área de vigilancia, estaba tan perdido en sí mismo que no notó que en el patio de ejercicio no había ningún otro guardia.

Alzó la vista hasta que escuchó voces que iban in crescendo. Un grupo de reos, liderados por Vicent Creel, el mandamás de la prisión, rodeaban a Daniel. Palabras iban y venían, pero él no puso especial atención, seguía pensando en su miserable vida. Hasta que escuchó el característico sonido de un golpe de puño.

Del labio de Ares escurría un hilo de sangre. Hubo gritos, John miró en diferentes direcciones para darse cuenta de que en el lugar no había nadie aparte de él, y no tuvo que ser un genio para deducir lo que sucedía ahí.

Intentó largarse, pero una masa de concreto se instaló en la suela de sus botas negras. Escuchó el quejido de O’Brien, las risas de la banda de Creel, incluso podría escuchar su corazón acelerado. Él no era un héroe. No podía ser ni su propio salvador, ¿por qué pretendía ayudar a alguien más? Apretó los puños, ya tenía mucho con sus propios problemas. Dio un paso hacia atrás.

—¡Hey, Venus! ¿Por qué la cara larga?

Ares lo llamó con una sonrisa. Lo tenían agarrado de las muñecas y forcejeaban con él mientras otro lo golpeaba en el estómago. John vio el reto en los ojos de Ares. Una corriente de inexplicada valentía lo envolvió. Se mordió el labio, el tipo era demasiado. Maldito fuera.

John pensó que, si permanecía mirando esos ojos, podría comerse al mundo. Tal vez ya había perdido los estribos, el estrés estaba ganando terreno en su mente saturada o, simplemente, fue que la prisión lo estaba volviendo loco. No quiso pensar que era Ares quien lo ponía así, porque eso sería atrevido e ilógico. Sin darse cuenta había alcanzado al grupo que se arremolinaba contra la barda de concreto. Sacó su bastón y los reos dieron un par de pasos hacia atrás, guiados por la sorpresa. El guardia aprisionó el cuello de Ares entre la reja y su PR-24.

—¡Soy John! Maldita sea, O’Brien. No vuelvas a llamarme así o te espera una paliza en las duchas.

Daniel abrió los ojos de par en par, pero respondió con una sonrisa y asintió. John supo, en ese instante, que el tipo era el idiota más grande del mundo porque aquella mueca bien ejecutada, que mostraba sus dientes manchados de sangre, y el hilo del líquido rojo secándose entre la comisura de sus labios no eran de burla, eran de genuina alegría. John pensó, casi de forma fugaz, que era una sonrisa maravillosa.

Pero su pensamiento fue interrumpido por la mano del cincuentón Vicent Creel, que se posó en su hombro.

—Venus, danos un momento a los chicos y a mí.

El pelinegro tuvo la sensación de asco al escuchar su nombre, mal elaborado, ser pronunciado por ese. Entonces John miró la mano que se acercaba a su pantalón, distinguió un fajo de dólares atado con una escueta liga. La ira se apoderó de su cuerpo en un instante, no quiso meditar sus acciones porque, de hacerlo, no sabría dónde iba a acabar. Con un ademán tosco, se quitó de encima la mano de Vicent, este dio un paso hacia atrás y la mueca de incredulidad que puso lo hizo sentir satisfecho. John se separó de Daniel y alzó su porra contra Vicent.

—No pienses en volver a intentarlo. Regresen a su celda de inmediato. El show se terminó.

—Date cuenta, carcelero. En Marion el único poder que gobierna es el del dinero.

Vicent entornó los ojos con una sonrisa siniestra de dientes recubiertos de metal, John pasó saliva con dificultad e intentó mantener su pose estoica. Ya era muy incómoda la diferencia de casi cinco centímetros de altura a la que tuvo que sumar el sentimiento de inferioridad que afloró ante la corpulencia de Vicent. Su cabeza rapada, su cicatriz que atravesaba el lado izquierdo de su cara, desde la oreja hasta la barbilla, sus ojos café con marcas de múltiples derrames, todo eso que gritaba a John que era un tipo peligroso. El guardia supo que su semblante acabó por delatarlo, porque el convicto hizo un ademán y se alejó silbando antes de dar una última advertencia que le heló la sangre.

—¡Daniel!, estás con nosotros o contra nosotros. Elige bando.

—¡La respuesta es no! Que te jodan, Creel.

Un dedo medio levantado y la voz del rubio salió tan fuerte y clara que a John le resultó complicado procesar tremenda seguridad. ¿Es que acaso todo en este hombre era así de nítido, de frontal? No quería averiguarlo, destensó los hombros y quiso alejarse cuando O’Brien lo interrumpió.

—Quisiera agradecerte tu intervención, pero eso ha sido estúpido. —John, de espaldas a Ares, puso los ojos en blanco. Lo que le faltaba, ¡el sermón de un asesino!—. Eres un hombre inteligente y reservado. Te he visto leyendo en tus descansos, no te metes con los reos, ni siquiera hablas con otros guardias. Llevas un perfil bajo, pero eres muy observador y reaccionas como se espera de ti. Honestamente —el guardia notó una pequeña inflexión de voz que no supo cómo interpretar—, tenía un poco de esperanza cuando te llamé.

—¿Quieres que te envíe a confinamiento por acoso, O’Brien?

John se dio la vuelta, no había sonrisa en los labios de Ares, pero se miraron a los ojos y entre ellos hubo tanta intensidad como si se conocieran de toda la vida. La sensación le incomodó tanto que los vellos de su nuca se erizaron.

—¡No fue acoso! Fue una casualidad que pasara por la zona del comedor de los guardias.

La cara de desconcierto y vergüenza de O’Brien fueron de retrato, un ligero rubor tiñó el puente de su nariz. John no se contuvo y dio una carcajada estrepitosa. No había nadie más que ellos en el enorme patio. Tal vez en el mundo también. 

—¡Sobornaste a los guardias! No me lo creo. Eres desagradable. No sé qué estúpidas historias estás armando en esa cabeza tuya, pero grábatelo, Daniel: yo no tengo precio. —John apoyó su macana en la frente del otro, le dio un ligero empujón que el reo resistió muy bien. La sonrisa de John casi se borró cuando Ares le sonrió, ladino—. Vuelve a tu celda.

—Admiro eso de ti, Venus, pero ten cuidado, Creel es peligroso. Y casi todos los guardias de Marion tienen un precio.

—No me habías conocido a mí.

Daniel se llevó las manos detrás de la nuca e hizo una mueca parecida a una sonrisa de cariño que congeló a John en su lugar. ¿Se suponía que esas eran las miradas entre reo y guardia? Aquellos lugares que su mirada tocaban se sentían arder. No le agradaba.

—Estoy en deuda contigo. Puedo protegerte si me lo pides.

Jonathan recordó el manual de la prisión, ese que se suponía ayudaba a los reos a evitar las violaciones sexuales. «Nunca aceptes favores», rezaba el panfleto. Daniel posó sus manos sobre los hombros de John, un escalofrío bajó por su nuca y murió en su cadera. Odiaba no tener el control de las cosas y odiaba más aún lucir vulnerable ante cualquier persona; se mordió el labio inferior, necesitaba utilizar alguna de las salidas de escape de su repertorio y la primera que vino a su mente no le desagradó del todo. Con su dedo índice acarició el labio inferior de Ares, justo donde una mancha de sangre adornaba su tostada piel. Hizo un camino desde las comisuras hasta su barbilla. El rubio no se inmutó, la sonrisa que John se esmeró en construir era un arma de burla y seducción.

—Ya que estás tan pendiente de mí, también te dejaré follarme por el culo.

Su sonrisa se ensanchó ante la mueca desconcertada de Ares. Un bufido de burla se escapó de entre sus labios cuando lo soltó.

—Di lo que quieras, John, sé que estás asustado. Cuando llegue el momento, solo pídelo, yo estaré ahí.

Ares pasó de largo y se permitió el lujo de golpearlo con el hombro. La sangre de John hirvió, pero fue el temblor de sus piernas lo que no pudo procesar. Nadie lo había leído con esa facilidad. Se acomodó los cabellos hacia atrás y siguió al reo. Se repetía a sí mismo que sobrevivir a Marion no sería tan fácil como pensó.

 

PRISIONEROS es mi nueva novela BoysLove ambientada en una prisión federal norteamericana.

En sus páginas encontrarás 2 historias de amor. La primera es esta, Ares & Venus. La segunda trata a William & Taylor y puedes leer sus primeros capítulos aquí.

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Entrevista a Giu autora de Boys Love en wattpad